En un momento en el que las tensiones geopolíticas redefinen las reglas del comercio internacional (como estamos viendo estas semanas con la guerra arancelaria) y donde la energía se ha convertido en un factor determinante de competitividad, proteger la industria europea no es una opción, sino que es una necesidad estratégica.
Y no me malinterpreten, hay que proteger a todos los consumidores, pero sí, especialmente a esas empresas intensivas en energía que, como el acero, el cemento, el papel, el vidrio o los productos químicos, forman el esqueleto de nuestro sistema productivo y nuestro ecosistema empresarial de empleo, PYME, autónomos, etc.
Hace tiempo que vengo comentando que Europa ha apostado por una transición energética ambiciosa, marcada por altos objetivos climáticos que muchas veces parecían desconectados de la realidad diaria de nuestras fábricas y sobre todo de nuestras facturas.
Hemos vivido cómo se encarecían los precios de la electricidad y el gas en paralelo al despliegue de renovables, lo cual parece un contrasentido, mientras competidores como EE.UU. o China ponen sobre la mesa no solo energía más barata, sino también subsidios masivos y condiciones fiscales más atractivas.
El resultado no hace falta que lo explique: parones en plantas, relocalizaciones y un clima creciente de desinversión. Pero puede que algo esté cambiando.
La reciente resolución del Parlamento Europeo sobre las industrias intensivas en energía, aprobada el pasado 3 de abril de 2025, puede que marque un punto de inflexión ya que, frente a los enfoques generalistas del pasado, esta vez se ha escuchado —o eso parece— a la industria.
Se reconoce abiertamente que el marco energético actual no garantiza la competitividad, que el mercado eléctrico necesita rediseñarse para introducir a las renovables de tal manera que se pueda reducir la volatilidad y que las cargas regulatorias han sido un obstáculo más que un incentivo, no solo a nivel de consumo físico y descarbonización, sino también a la hora que el bajo precio de las renovables se convierta en un bajo precio de la factura.
Desde la perspectiva de alguien que intenta trabajar/ayudar con estas industrias, puedo afirmar que esta nueva narrativa (parece) es un alivio.
Porque cuando hablamos de competitividad industrial, hablamos de proyectos de inversión con retornos ajustados, márgenes bajos y una exposición brutal a los precios energéticos y el sector industrial no puede esperar a 2030, 2040 o 2050 para ver los beneficios de la descarbonización: necesita soluciones ahora. Y hasta ahora, este discurso no parecía estar en los planes de la UE.
La (nueva) hoja de ruta europea pone sobre la mesa varias acciones concretas que, si se ejecutan con transparencia, decisión y sobre todo, escuchando a todas las partes, pueden marcar la diferencia. La aceleración de los permisos para conectar a red a través de la mejora de la red eléctrica, la promoción de contratos estables como los PPAs o los CfDs y/o el uso coordinado de los ingresos del mercado de carbono son medidas que pueden ofrecer oxígeno en el corto plazo.
Pero también hay una lectura más importante en términos estructurales: Europa parece que está empezando a hablar el lenguaje de la soberanía industrial, ya que parece que hay un cambio de rumbo con una potencial apuesta por defender a los productores europeos frente a importaciones desleales, reforzando el Mecanismo de Ajuste en Frontera por Carbono (CBAM) y reconociendo que no podemos seguir exportando residuos estratégicos mientras importamos materias primas con bajo control ambiental.
Todo esto sucede en un contexto global (efecto Trump) donde la norma ya no es la apertura comercial, sino el proteccionismo. Estados Unidos impulsa su Inflation Reduction Act, China aumenta su sobrecapacidad subvencionada y otros países bloquean exportaciones clave.
En este nuevo tablero de juego, Europa necesita dejar de ser solo un referente normativo atascado en la permanente regulación para convertirse en un actor económico fiable y robusto. Y en este terreno de juego, la industria es nuestro mayor activo para lograrlo.
Cabe la pena destacar que es crucial que no se caiga en el error de enfrentar la competitividad contra la sostenibilidad, puesto que es evidente que las industrias intensivas quieren transformarse, pero necesitan una transición justa también en términos económicos y no solo en términos medioambientales. No basta con exigir descarbonización: hay que habilitar las condiciones para que esta sea viable (rentable). Necesitamos precios de energía competitivos, un marco regulatorio estable (fiable) y financiación accesible para tecnologías como el almacenamiento, hidrógeno, la electrificación o la captura de carbono.
De este modo, lanzamos el mensaje de que proteger a las industrias es mucho más que una cuestión sectorial ya que, a fin de cuentas, es proteger empleos de calidad, cohesión territorial y soberanía industrial; es asegurar que Europa siga teniendo la capacidad de producir lo que consume, es crecer en innovación desde nuestras propias fábricas y es marcar estándares globales desde una posición de fuerza. Y no ser simplemente un sparring del resto de potencias mundiales.
Porque sin industria, no hay transición. Y sin energía competitiva, no hay industria.